María Rosa Astorga: estrategias de luz
Jorge Pech Casanova
Adolescente, María Rosa Astorga llegó a México con su padre, quien realizaba un estudio para la Organización de las Naciones Unidas. Durante tres años la joven viajó por todo el país en el Volkswagen de su progenitor, durmiendo donde la noche los sorprendiera, en playas, bosques o zonas pobladas. Venían de padecer la experiencia de la dictadura chilena, después del golpe militar contra Salvador Allende, en cuyo gobierno los padres de María Rosa habían colaborado. Por ello, tuvieron que exiliarse en México y en otros países. Hace treinta años, la joven viajera se afincó en Oaxaca, donde se tituló como ingeniera agrónoma. Sin embargo, el arte la ganó al conocer al pintor mexicano Raúl Herrera, uno de sus maestros destacados. Con él se sumergió en el movimiento de la plástica mexicana, absorbiendo las ideas creativas de artífices tan destacados e innovadores como Felipe Ehrenberg.
Para 2005, trabajando y viajando entre México y su natal Chile, había definido un estilo personal y su tema predominante: el paisaje. Fue una elección natural a partir de sus estudios sobre teoría del color, disciplina que asumió desde el punto de vista científico y, para poder aplicarla en la práctica, halló que el paisajismo era el medio idóneo. Le permite explorar todo tipo de formatos, desde miniaturas cuya concentración aprovecha para propuestas abstraccionistas, hasta enormes lienzos en que despliega selvas, bosques, extensiones lacustres, vegetación con la cual recrea la grandeza de los sitios que han signado su itinerario por distintas realidades de América y Europa. Su paisajismo es la base para un despliegue de elementos formales que constituyen una toma de posición en que la descripción se torna una absorbente teoría estética.
En la pintura de María Rosa Astorga –definida por el paisaje y por una especial percepción de sus posibilidades icónicas– es frecuente acceder a vericuetos que conducen no sólo a la gratificación usual del encuentro con el hecho estético, sino que en algunos casos la senda lleva hasta la inesperada presencia de la divinidad, es decir, a la aparición de lo invisible que previera Juan García Ponce.
Trascendentes memorias de la infancia han mantenido en esta artista una disposición fascinada hacia aquello que la luz puede revelar, no sólo a los ojos, sino al espíritu. En su manifestación pictórica, María Rosa Astorga infunde no sólo la corporeidad de sus procedimientos artísticos, sino la conciencia de un nivel de percepción de lo que está más allá de la obviedad visual. Por eso la técnica que aplica esta autora a sus obras remonta hacia los territorios del arte: el hallazgo memorable que se transforma en sentimiento del tiempo, como descubrió Ungaretti.
Sus paisajes son movimiento del inconsciente hacia la re afirmación del ser; provienen de la experiencia religiosa y se transforman en poética visual. De esta manera, en sus obras el observador puede no sólo confrontarse con el hecho estético, sino introducirse en una ruta mística, en un paseo por la zona mistérica donde la divinidad se expresa como contenido y continente.